En
enero del año 2000, en
la Universidad de Columbia, Edward Said inició
una serie de conferencias que habría
de ir rehaciendo y ampliando hasta su muerte en septiembre de 2003.
Los textos, recogidos luego en un volumen póstumo
que atiende al título de
Humanismo y crítica
democrática,
constituyen una indagación
acerca del difícil
acomodo de las humanidades en un mundo que ya insistía
demasiado entonces, y que de hecho no ha parado de hacerlo, en
llamarse a sí mismo
globalizado. Fiel a un estilo que gusta de dejar entreverarse la
curiosidad, la sutileza del buen lector y, por qué
no decirlo, una cierta alegría
intelectual propia de quien no duda en apostar por el conocimiento
apasionado, el libro de Said se lee hoy, a once años
de su muerte y catorce del inicio de las conferencias que recoge,
como una sugerente invitación
a pensar y repensar una actualidad que en sus páginas
no estaba del todo prevista.
Ha llovido mucho desde entonces, nos demos cuenta o no. Es fácil
advertir hoy que el proyecto de un humanismo al estilo del que
propugnó Said a partir
de la lectura de Giambattista Vico (sencillamente el humanismo que
encuentra su núcleo
central «en la idea
secular de que el mundo histórico
es obra de los hombres y las mujeres, y no de Dios»)
parece si cabe más
lejano ahora que hace quince años.
Nuevas formas de sacralización
no han dejado de asentarse ni de torpedear el viejo –y
bello– proyecto
ilustrado de la ciudadanía
en lo que va de milenio. De entre ellas, sin duda, sobresale la
sacralización de un
capitalismo financiero que ya se ha convertido en el auténtico
regidor del mundo tras haber logrado naturalizar –es
decir, hacer que se convierta en el aire mismo que respiramos–
su dogmática de
categorías quasi
metafísicas:
mercado, competitividad, crecimiento sostenido, etc.
Ante este panorama tan estrecho de horizontes, cualquiera –empezando
por el propio Said, que las escribió–
se vería en la
tentación de pensar que
las siguientes palabras se restringen a un problema específico
del estudio de las humanidades: «hay
dos perspectivas encerradas en una contienda interminable. Una de
ellas entiende que el pasado es una historia en lo básico
acabada; la otra considera que la historia, incluido el propio
pasado, está todavía
sin resolver, todavía
haciéndose, todavía
abierta a la presencia y los desafíos
de lo emergente, lo insurgente, lo no correspondido y lo
inexplorado». Exacto,
añadamos: todavía.
No por modestos son menos importantes los adverbios. Quien esto
escribe considera que la ingenuidad no es lo contrario de la
inteligencia. Considera, además,
que la ingenuidad puede ser una estimulante vocación,
puesto que sólo
asegurándonos de que la
conservamos en cierto grado podemos comprobar que no hay nada en esta
vida que termine jamás
de pensarse del todo. Pero mucho me temo que ese afán
reformista al que está siendo
sometida nuestra universidad pública
en este momento, y que a menudo no pasa de ser una obsesión
por vituperarla, tiene más
de paralizador que de emprendedor, por usar un término
muy del gusto de los burócratas
a los que se les ha encomendado la tarea de ejecutarlo. Diríase
que se detecta –no
encuentro una manera más
suave de decirlo– la
repelente seguridad del sabelotodo en quienes han redactado, pongamos
por caso, ese destilado de expertos varios que llamamos Informe Wert.
Y quien lo sabe todo ya se puede estar sentado.
Lo diré de otro modo: si
la historia ya está en
lo básico acabada,
entonces esto –y esto
es el capitalismo global, es decir, la explotación
de todos por unos pocos; sigo sin hallar un eufemismo–
es lo que hay y a la universidad sólo
le queda plegarse a la fantasía
social del neoliberalismo. Sólo
le queda ser formalizada, estructurada, a través
de un texto que la fosilice como un eslabón
más en la cadena de la
explotación laboral.
Dicho texto será la
nueva ley que ya se está
diseñando. Sucede
sin embargo que la historia todavía
está abierta y nos
enseña. Si no hay
futuro, como repite un mantra que pesa sobre nuestros estudiantes,
recordémonos todos que
lo inevitable es el porvenir. Y que éste
siempre se está haciendo,
incluso desde el pasado. Son importantes los adverbios. Galileo le
propinó este dardo a los
ptolemaicos de su tiempo, quienes, aferrados a un tomismo
aristotélico que veía
en el cambio y la mutación
un movimiento hacia la corrupción,
proclamaban las virtudes de la quietud: «Merecerían
encontrarse con una cabeza de Medusa que los transformase en estatuas
de jaspe o de diamante para hacerlos más
perfectos de lo que son».
Me enseñaron a leerlo y
yo aprendí que la
universidad es más un
modo que un medio de vida entonces, en la que conocí
como estudiante, aunque me lo aplico ahora, en la que
trabajo como profesor, donde procuro transmitírselo
a quienes harán la que
venga después.
Sí, son importantes los
adverbios.
Juan García Única
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