martes, 29 de abril de 2014

Contra la nación filistea

Por Francisco Garrido Peña

El Beso, de Gustav Klimt

¿Para qué sirve un beso? Para nada, ¿no? Pero desgraciado de aquel que nunca besa. ¿Para qué sirve jugar? Tampoco para mucho, pero ¡ay de aquellos que ya no juegan! Es un síntoma inequívoco de que han entrado en la primera fase de la putrefacción, puede que todavía respiren pero son solo ya cadáveres que cogen el autobús. ¿Para qué sirve hablar por hablar? Qué pérdida de tiempo… hablar por hablar. Pero era eso lo  que  a Bergson le admiraba de los andaluces cuando visitó Sevilla. “Gentes que todavía hablan por hablar”, decía el  pensador  francés sorprendido y sobrecogido como el explorador que encuentra la isla soñada y presentida entre los viejos mapas. ¿Y de qué sirve vivir? Pregunta definitiva. No tiene otra respuesta que la tautología que, como se sabe, no es ninguna respuesta: vivir sirve para vivir.

El problema no son las respuestas, como solemos tender a creer, sino las preguntas. Las preguntas contienen en sí mismas ya una trampa no explicitada: la reducción de lo que hay a sus consecuencias inmediatas y directas. La valoración de la acción no por ella misma sino por sus resultados. Lo escribí en otro texto hace días, lo recuerdo siempre, la frase de  Kafka: “Ya no hay milagros, solo manuales de instrucción”. Un milagro es un hecho incausado, no un hecho causado por Dios, como dice la apropiación teológica; un “acontecimiento”, según Badiou. La revolución es milagrosa, pertenece al orden del “interés desinteresado”, en palabras de Kant. Una cultura que está continuamente  preguntándose para qué sirve todo no puede parir ninguna revolución. Le falta el pálpito milagroso. Trata a la vida y a la sociedad como si fueran una llave inglesa o un destornillador. Si el horizonte revolucionario (milagroso) desaparece, todo queda reducido a seguir  los consejos del manual de instrucciones. El filisteísmo nos enseña a preguntar continuamente por el “para qué” para hacernos olvidar el “porqué”.

Esto es el filisteísmo, que tanto atacó Marx. Hoy reina en solitario en la mente y en los corazones de millones de personas que al mismo tiempo padecen la desgracia de ser filisteos. Los filisteos gobiernan el mundo. El filisteísmo es el software del capitalismo cognitivo. Pero, ¿qué pasa cuando el filisteísmo se introduce en los movimientos sociales  emancipatorios y en la izquierda? Desaparece el sentido de la acción colectiva, de la participación política, de la cooperación social. Total, ¿para qué sirve? En estos días lo hemos tenido que oír tantas veces: ¿para qué sirve una huelga general?; ¿para qué sirven las manifestaciones? Esta contabilidad política desactiva la contestación social. Por eso, ante la caída espectacular de todas las promesas consumistas no surge un movimiento potente de superación del capitalismo; no hay un horizonte revolucionario. Y es también por ese mismo motivo por lo que a los que mandan no les da miedo, como en antaño, la agudización de las contradicciones sociales; ellos también han perdido el horizonte revolucionario. La desaparición de este horizonte hace, paradójicamente, más inútiles a los movimientos sociales y más mezquinos y crueles a  los poderosos.

Podríamos explicar todo esto en la clave evolutiva de nuestra especie y veríamos que el filisteísmo induce conductas muy inadaptativas. Miremos  las reformas en marcha de la educación. Todo nuestro sistema de enseñanza está siendo revisado sobre las anteojeras del filisteísmo. El objetivo es amoldar la educación (la escuela o la universidad) a la sociedad. ¿Qué significa esto? Amoldarla al filisteísmo. La sociedad ya es filistea, pero en la escuela o en la universidad subsisten reductos no filisteístas. Acabemos con ellos, es la consigna. Y van a acabar con ellos en el nombre de la utilidad, ¿para qué sirven?  ¿Quién a derecha o a izquierda defenderá algo inútil? Fuera cualquier materia que no sirva, fuera el aula que nos hace sociales, pantallitas individualizadas; menos investigación base. Carlos Fernández Liria desmontaba la trampa de una afirmación en la que todos coinciden: “La universidad  debe estar al servicio de la sociedad”. Falso, la universidad debe estar al servicio de la verdad. Y solo estando al servicio de la verdad estará al servicio de la sociedad. Ha sido la investigación básica, tan denostada por inútil, la que ha hecho que la investigación científica tenga tantas aplicaciones concretas. Buscando la verdad hemos construido satélites y el lenguaje binario, y los termostatos, y las placas solares. Somos una especie tan compleja porque nuestro mapa cerebral está cargado, atiborrado, de mediaciones; la inmediatez nos mata. Esto nunca lo entenderá un filisteo, adicto al pensamiento intravenoso.

Yo fui, en muchos aspectos, muy mal educado, pero nunca fui entrenado en enfrentarme a la vida a base de este tipo de preguntas. Aprendí que lo más interesante era aquello que no tenía interés; los más interesantes, aquellos que no eran interesados; y lo más importante, aquello que no servía para nada (o lo que es todavía mejor, que a nada servía). Cuentan que cuando Lucifer caía de los cielos, rebelado e indignado contra el programa de la redención (el “escándalo de la cruz”) que convertía a la libertad y al sufrimiento humano en una pieza del engranaje del programa de la economía salvífica, gritaba sin cesar: “Non serviam”, no serviré. Hoy millones de niños y niñas nacen ya  preguntándose para qué sirven los padres o el amanecer, son filisteos desde la cuna. Y es lógico, porque el filisteísmo es la verdadera nación de la globalización capitalista. A esos niños y niñas no les podemos seguir robando los milagros, porque entonces los dejaremos indefensos ante lo que viene: la feroz rapiña, el irrefrenable instinto de muerte de un capitalismo sin crecimiento. Les estaremos robando la posibilidad del acontecimiento revolucionario, la posibilidad que les otorga alegría y potencia a la crítica y a la rebelión. El filisteísmo es el nombre que envenena los sueños de justicia y de libertad de una humanidad que ya no puede seguir sustituyendo pasiones por calorías.

Nos recordaba, hace unos años, el profesor Tony Doménech, en el homenaje a Manuel Sacristán, lo que era el filisteísmo filosófico: “Filisteo es, en general, quien se niega a reconocer que pueda haber acciones humanas con valor por sí mismas, cualquiera que sea el resultado de ellas”. Pues bien, creo que la revuelta contra el Plan Bolonia debemos interpretarla como una revuelta contra la colonización plena de la universidad por parte del filisteísmo económico. Bolonia no es solo la mercantilización, no es solo la privatización, no es solo la expulsión de los sectores populares, no es solo la estulticia seudopedagógica; es la subordinación de la investigación básica a la aplicada, de la complejidad a la simpleza; la sustitución, en fin, de la hegemonía científica por la hegemonía tecnológica.

No hay nada más inútil que la búsqueda alicorta y obsesiva de la utilidad. Como bien sabemos, muchos estados son el resultado de procesos difusos que se desarrollan como auténticos subproductos (el sueño, la excitación, el enamoramiento, la reproducción sexual celular, etc.): los avances científicos también. La investigación básica es la inversión más rentable y más innovadora. Si la universidad abandona la búsqueda de la verdad por la utilidad inmediata, habrá hecho la apuesta más inútil de todas. Si aplicamos los criterios de excelencia académica que se deducen de Bolonia, Darwin, por ejemplo, lo tendría difícil para conseguir la acreditación de la ANECA. A ver, ¿cuántas patentes en explotación tendría Darwin? ¿Cuántas patentes comerciales se han generado a partir de la Teoría de la Evolución? ¿En cuántas ocasiones Darwin ha sido director o decano o vicerrector? ¿En cuántos consejos de administración se sentaría Darwin? En fin, Darwin no tendría sitio en la universidad filistea (neoliberal) que nos quieren imponer.

jueves, 3 de abril de 2014

Universidad pública, futuro y porvenir

por Juan García Única

En enero del año 2000, en la Universidad de Columbia, Edward Said inició una serie de conferencias que habría de ir rehaciendo y ampliando hasta su muerte en septiembre de 2003. Los textos, recogidos luego en un volumen póstumo que atiende al título de Humanismo y crítica democrática, constituyen una indagación acerca del difícil acomodo de las humanidades en un mundo que ya insistía demasiado entonces, y que de hecho no ha parado de hacerlo, en llamarse a sí mismo globalizado. Fiel a un estilo que gusta de dejar entreverarse la curiosidad, la sutileza del buen lector y, por qué no decirlo, una cierta alegría intelectual propia de quien no duda en apostar por el conocimiento apasionado, el libro de Said se lee hoy, a once años de su muerte y catorce del inicio de las conferencias que recoge, como una sugerente invitación a pensar y repensar una actualidad que en sus páginas no estaba del todo prevista.
Ha llovido mucho desde entonces, nos demos cuenta o no. Es fácil advertir hoy que el proyecto de un humanismo al estilo del que propugnó Said a partir de la lectura de Giambattista Vico (sencillamente el humanismo que encuentra su núcleo central «en la idea secular de que el mundo histórico es obra de los hombres y las mujeres, y no de Dios») parece si cabe más lejano ahora que hace quince años. Nuevas formas de sacralización no han dejado de asentarse ni de torpedear el viejo y belloproyecto ilustrado de la ciudadanía en lo que va de milenio. De entre ellas, sin duda, sobresale la sacralización de un capitalismo financiero que ya se ha convertido en el auténtico regidor del mundo tras haber logrado naturalizar es decir, hacer que se convierta en el aire mismo que respiramossu dogmática de categorías quasi metafísicas: mercado, competitividad, crecimiento sostenido, etc.
Ante este panorama tan estrecho de horizontes, cualquiera empezando por el propio Said, que las escribió– se vería en la tentación de pensar que las siguientes palabras se restringen a un problema específico del estudio de las humanidades: «hay dos perspectivas encerradas en una contienda interminable. Una de ellas entiende que el pasado es una historia en lo básico acabada; la otra considera que la historia, incluido el propio pasado, está todavía sin resolver, todavía haciéndose, todavía abierta a la presencia y los desafíos de lo emergente, lo insurgente, lo no correspondido y lo inexplorado». Exacto, añadamos: todavía.
No por modestos son menos importantes los adverbios. Quien esto escribe considera que la ingenuidad no es lo contrario de la inteligencia. Considera, además, que la ingenuidad puede ser una estimulante vocación, puesto que sólo asegurándonos de que la conservamos en cierto grado podemos comprobar que no hay nada en esta vida que termine jamás de pensarse del todo. Pero mucho me temo que ese afán reformista al que está siendo sometida nuestra universidad pública en este momento, y que a menudo no pasa de ser una obsesión por vituperarla, tiene más de paralizador que de emprendedor, por usar un término muy del gusto de los burócratas a los que se les ha encomendado la tarea de ejecutarlo. Diríase que se detecta no encuentro una manera más suave de decirlola repelente seguridad del sabelotodo en quienes han redactado, pongamos por caso, ese destilado de expertos varios que llamamos Informe Wert. Y quien lo sabe todo ya se puede estar sentado.
Lo diré de otro modo: si la historia ya está en lo básico acabada, entonces esto y esto es el capitalismo global, es decir, la explotación de todos por unos pocos; sigo sin hallar un eufemismoes lo que hay y a la universidad sólo le queda plegarse a la fantasía social del neoliberalismo. Sólo le queda ser formalizada, estructurada, a través de un texto que la fosilice como un eslabón más en la cadena de la explotación laboral. Dicho texto será la nueva ley que ya se está diseñando. Sucede sin embargo que la historia todavía está abierta y nos enseña. Si no hay futuro, como repite un mantra que pesa sobre nuestros estudiantes, recordémonos todos que lo inevitable es el porvenir. Y que éste siempre se está haciendo, incluso desde el pasado. Son importantes los adverbios. Galileo le propinó este dardo a los ptolemaicos de su tiempo, quienes, aferrados a un tomismo aristotélico que veía en el cambio y la mutación un movimiento hacia la corrupción, proclamaban las virtudes de la quietud: «Merecerían encontrarse con una cabeza de Medusa que los transformase en estatuas de jaspe o de diamante para hacerlos más perfectos de lo que son».

 Me enseñaron a leerlo y yo aprendí que la universidad es más un modo que un medio de vida entonces, en la que conocí como estudiante, aunque me lo aplico ahora, en la que trabajo como profesor, donde procuro transmitírselo a quienes harán la que venga después. Sí, son importantes los adverbios.

Juan García Única